Tragedia en una granja lechera
por Melissa Sanchez y Maryam Jameel
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La llamada entró al 911 poco después de las once de la noche. Un hombre dijo que un niño pequeño en su rancho tenía lesiones graves en la cabeza. Creía que el niño había sido pisoteado por una vaca.
Ann Ingolia, una agente de la oficina del sheriff del Condado de Dane, estaba de turno cuando escuchó la radiollamada aquella noche cálida de verano del 2019. Encendió su sirena y se puso en camino a través de rutas serpenteantes y colinas onduladas, pasando las granjas y campos que forman el paisaje de esta parte del centro sur de Wisconsin.
Las luces de una ambulancia y otros vehículos de emergencia centelleaban en la propiedad. Cuando llegó, Ingolia pudo ver a unos paramédicos atendiendo a un niño en el suelo, cerca de la sala de ordeño. Tenía la cabeza partida.
Ingolia se acercó a los dueños del rancho, Daniel y Kay Breunig, que le señalaron a un hombre delgado que vestía unos pantalones tejanos cubiertos de estiércol y sangre, y que caminaba en círculos cerca de un molino. Era el padre del niño. Daniel Breunig dijo que los trabajadores le habían dicho que el niño se había lastimado, pero no sabía más porque no hablaba español y los tres obreros de guardia aquella noche, incluido el padre del niño, no hablaban inglés.
Ingolia no hablaba un español fluido, pero consideraba que tenía el dominio suficiente para hacer su trabajo. Se acercó al padre del niño, José María Rodríguez Uriarte, e intentó hablar con él.
Rodríguez estaba gritando por su hijo Jefferson, de 8 años. Se sentó en el pasto y comenzó a balancearse adelante y atrás. “Literalmente intentaba cavar un hoyo en el suelo y enterrarse”, dijo Ingolia más tarde. En un momento, dijo, el semblante de Rodríguez “pasó de frenético a catatónico y otra vez a histérico y de vuelta a catatónico, al punto que yo temía que, si pasara un camión de leche, se tiraría en frente de él”.
En su informe, apuntó que le fue difícil extraer información. Rodríguez le dijo que “no había visto exactamente lo que había pasado” y la llevó a un área cerca de los corrales, donde le señaló un “skid steer” o minicargador, una máquina agrícola parecida a un tractor pequeño de 6,700 libras que se usa en la granja para recoger el estiércol. Ingolia intentó preguntar cómo se había lesionado el niño y, finalmente, esto es lo que llegó a entender: Rodríguez estaba conduciendo la máquina cargadora, no vio al niño detrás de él y lo atropelló cuando puso la máquina en marcha atrás.
La entrevista de Ingolia con Rodríguez, por vacilante e incoherente que fuera, se convirtió en la base de la versión oficial de lo sucedido la noche del 26 de julio de 2019: Rodríguez había matado accidentalmente a su hijo.
Esta versión sería repetida por otras agencias, diseminada por medios locales y recordada por granjeros y residentes de la zona que hablan solo inglés.
Es una versión que atormenta a Rodríguez porque, dijo, no es verdad.
Él y los otros obreros que estaban en el rancho aquella noche, además de los amigos que llegaron en las horas posteriores a la muerte del niño para consolar a un padre inconsolable, conocen otra versión de lo ocurrido. Hasta hoy, es la única que muchos en esta comunidad de nicaragüenses y otros trabajadores inmigrantes de las granjas lecheras han escuchado.
Lo que les pasó a Jefferson y su padre es una acumulación de fallos: un sistema de inmigración que dificulta que la gente migre a Estados Unidos aunque industrias enteras dependen de su trabajo, granjas pequeñas que los inspectores de seguridad laboral en gran medida no supervisan, y un sistema policial que está mal equipado para servir a la gente que no habla inglés.
La noche en que murió Jefferson, dos personas además de Rodríguez estaban trabajando en el rancho. Una trabajadora le dijo a Ingolia que no había visto lo que pasó.
Era el primer día del otro obrero. Los videos de las cámaras de los coches patrulla lo muestran de pie a un lado, mientras Daniel Breunig, un agente del sheriff y paramédicos se turnaban para bombear el pecho del niño sin vida. El obrero permaneció allí después de que cubrieron el cadáver con una sábana blanca.
En algún momento de la noche, otro agente lo identificó como un jornalero “que no hablaba muy bien inglés”. El agente le dio un cuaderno de notas y el hombre escribió su nombre.
Nadie lo entrevistó, aunque su versión podría haber cambiado el curso de todo lo que iba a venir.
D&K Dairy se asienta sobre unas 120 hectáreas rurales en el pueblo de Dane, a una media hora de Madison, la capital del estado. Sus dueños, Daniel y Kay Breunig, se criaron en granjas y en 1991, un par de años después de casarse, compraron la suya propia.
Vivían en la propiedad con sus dos hijos adultos en una gran casa de campo blanca con una bandera estadounidense en el frente. Como muchas familias granjeras, trabajaban allí también, aunque dejaban las tareas como ordeñar las vacas y limpiar los establos a sus empleados.
En todo momento, la granja tenía unos seis obreros inmigrantes que alternaban turnos para cumplir las necesidades de una operación que ordeñaba a cientos de vacas tres veces al día. Aquellos que hablaban un poco de inglés también se encargaban de parte de la administración diaria de la granja, como la contratación y los horarios.
“Dejaba todo esto en manos del encargado, porque estaba entrenado para supervisar al resto de los
empleados, solo por la barrera del idioma”, dijo Daniel Breunig en una declaración jurada vinculada a una demanda civil en curso por la muerte de Jefferson.
Los obreros apreciaban la actitud discreta de los Breunig, que contrastaba con la de granjeros más entrometidos para quienes habían trabajado previamente. Pero se quejaban del estiércol de vaca y heces de gato en lugares que se deberían mantener limpios. Por la propiedad merodeaban tantos gatos que era conocida como “el rancho de los gatos”. En esta zona los residentes hispanoparlantes comúnmente se refieren a las granjas lecheras como “ranchos”.
Funcionarios estatales que inspeccionaron la sala de ordeño en los meses antes de la muerte de Jefferson notaron estiércol en las paredes, y vacas con los flancos y las ubres sucias, indicios de que había peligro de contaminación de la leche. Las violaciones de las normas de sanidad por parte de D&K la ubicaban en el 20% más bajo de las granjas de productos lecheros en el estado, según el Departamento de Agricultura, Comercio y Protección del Consumidor de Wisconsin.
D&K Dairy también tenía fama de reemplazar con frecuencia a sus empleados, lo que significaba que a menudo contrataba mano de obra.
Por décadas, las granjas pequeñas de Wisconsin han tenido que luchar para competir con operaciones más grandes y eficientes y mantenerse a flote en medio de oscilaciones en el precio de la leche. Cuando los Breunig compraron su granja había más de 32,000 productores de leche en el estado. Cuando Jefferson y su padre llegaron en 2019 quedaban aproximadamente 7,900. Hoy subsisten unas 6,100 granjas.
Para sobrevivir, muchas granjas añadieron más vacas, más automatización y más obreros, pero el trabajo es peligroso y sucio y está mal pagado. Pocos estadounidenses están dispuestos a hacerlo. Así que los operadores de granjas a lo largo y ancho del país han recurrido a inmigrantes para limpiar el estiércol de sus establos, arrear a los animales de los corrales a las salas de ordeño y conectar las ubres de las vacas a las máquinas que bombean la leche que llenará los contenedores en los refrigeradores de los supermercados.
Es un secreto a voces en la industria lechera que muchos trabajadores no tienen autorización para trabajar en los Estados Unidos. Consiguen trabajos utilizando papeles falsos que los empleadores, a sabiendas o no, aceptan. “Cuanto menos sepa, mejor”, dijo un granjero en el Condado de Dane a ProPublica.
A lo largo de los años, la mano de obra en las lecherías de Wisconsin ha cambiado; donde antes hubo sobre todo inmigrantes de México, ahora también hay solicitantes de asilo e inmigrantes de Centroamérica. En el Condado de Dane, muchos son nicaragüenses.
Hasta recientemente, los nicaragüenses habían emigrado a los Estados Unidos en números mucho más bajos que sus vecinos. Pero en 2019, mientras su gobierno caía en el autoritarismo y la economía se tambaleaba, miles huyeron. Más nicaragüenses fueron interceptados en la frontera ese año fiscal que en cualquier momento de la década anterior.
Para algunos, la granja de los Breunig era una primera parada.
Rodríguez creció en la pobreza, uno de 16 hijos de una pareja de campesinos que se mudaba de una comunidad rural a otra para trabajar la tierra de otros. Con el tiempo, sus padres compraron unas pocas hectáreas donde plantaron frijoles, maíz y arroz, y criaron algunas vacas. Él dejó de ir a la escuela después del primer grado.
Rodríguez quería algo mejor para sus hijos Jefferson, el mayor, y Yefari, que tenía cuatro años menos. Durante años, iba y venía de Nicaragua a Costa Rica para trabajar, un patrón de migración común entre los nicaragüenses. Mientras, sus hijos crecieron con su madre, María Sayra Vargas, en Murra, una comunidad remota en una zona cafetera del estado Nueva Segovia de Nicaragua.
Pero según Rodríguez se fue haciendo más difícil conseguir un empleo en Costa Rica. Hacia finales del 2018, empezó a contactar a amigos que habían migrado al norte para preguntar acerca de sus experiencias trabajando en Wisconsin.
Había escuchado de otros nicaragüenses que los adultos que viajaban con niños tenían mejores posibilidades de entrar en los Estados Unidos después de hacer una solicitud de asilo en la frontera, pero ni él ni su pareja estaban convencidos de que debiera llevarse a Jefferson con él. Vargas temía que algo le pudiera pasar a su hijo durante el largo y peligroso trayecto a través de Centroamérica y México. A Rodríguez le preocupaba cómo cuidaría a su hijo mientras estuviera trabajando. Una amiga calmó sus inquietudes explicándole que, mientras ella trabajaba, sus hijos iban a la escuela.
Jefferson ansiaba ir a los Estados Unidos. Un niño flaco de pelo oscuro, le gustaba jugar con carritos de juguete con su hermano y agotaba a su madre haciendo carreras por el pasillo de su pequeño hogar. Era un alumno de segundo grado con un sentido profundo y personal de la fe y una cercanía a Dios que sorprendía hasta a sus padres.
“Hablaba de la creación, del pecado, eran cosas que yo nunca se las enseñaba”, dijo Vargas. “Me preguntaba tantas cosas que yo misma no me las sabía o tenía palabras para responderle”.
Jefferson dijo a su padre que quería aprender inglés para así, un día, poder compartir la palabra de Dios con los niños que conociera en los Estados Unidos.
A finales de febrero de 2019 partieron de Murra. Rodríguez tenía 29 años; su hijo, 8. Hubo etapas durante el viaje en que no tuvieron comida o agua. “Se le parte el alma a uno traer a un menor y saber que está enfrentando esas cosas”, dijo Rodríguez. “Jefferson era más valiente que yo. Siempre me decía: ‘Vamos a llegar. Vamos a llegar”.
Poco más de dos semanas después de dejar Nicaragua, según Rodríguez, entraron en los Estados Unidos una noche cruzando el Río Grande en Texas, a pocas millas de un puerto de entrada. Caminaron como dos horas antes de llegar a una carretera, donde un agente de la Patrulla Fronteriza finalmente los detuvo. Pasaron varios días detenidos, dijo, pero pudieron presentar una solicitud de asilo y ser liberados con una fecha para ir a la corte, un camino migratorio frecuente en esa época. Pronto se fueron rumbo a Wisconsin.
Mientras su caso de inmigración seguía su curso en los tribunales, Rodríguez no podía conseguir un permiso de trabajo. Obtuvo el empleo en D&K Dairy como lo hacen tantos obreros en la industria lechera: usando papeles que había comprado y que mostraban el nombre y número de seguridad social de otra persona.
Ganaba $9.50 por hora y le pagaban mediante cheque con los impuestos retenidos. Algunos días trabajaba seis horas; otros, 12. El trabajo agrícola está excluido de muchas de las protecciones laborales de Estados Unidos, así que no recibía pagos extra cuando superaba las 40 horas de trabajo a la semana. En una quincena típica, Rodríguez y sus compañeros registraban 150 horas de trabajo, según entrevistas y archivos.
El trabajo incluía vivienda gratis, un beneficio importante para inmigrantes nuevos, desesperados por pagar sus deudas con los coyotes. Rodríguez debía más de $10,000 al hombre que le prestó el dinero para llegar a Estados Unidos. Para los inmigrantes indocumentados, que tienen prohibido obtener licencias de conducir en Wisconsin, hay otra ventaja en vivir donde trabajan: pueden evitar ponerse detrás del volante y encontrarse con policías de tránsito.
Rodríguez y Jefferson se establecieron en una de las dos habitaciones del apartamento encima del establo donde las vacas eran ordeñadas día y noche. Los suelos vibraban a causa del motor que propulsaba la ruidosa maquinaria y el olor a estiércol penetraba el lugar, que compartían con otros dos obreros. Rodríguez y su hijo compartían la litera de arriba.
“Las condiciones no eran para niños”, dijo un trabajador que dormía en la litera de abajo y se encariñó con su joven compañero de cuarto.
No hay datos de cuántos niños viven en las granjas lecheras donde trabajan sus padres. Pero hay muchas anécdotas: una trabajadora en una pequeña granja como a una hora del rancho de los Breunig puso una cuna en un establo sin calefacción para poder vigilar a su bebé mientras ordeñaba, porque no le alcanzaba el dinero para pagar una guardería infantil. Una intérprete de la zona conoce a varios padres que dejan a sus niños solos en las viviendas de los ranchos mientras trabajan turnos de noche. Y con cierta frecuencia, según los archivos, agentes policiales se encuentran con los hijos de los trabajadores cuando responden a incidentes en granjas lecheras en distintas partes del estado.
En una declaración judicial, Daniel Breunig negó que Rodríguez y su hijo vivieran encima de la sala de ordeño, diciendo que los obreros solo se quedaban allí entre turnos o cuando el tiempo era malo. “No diría que vivían”, dijo. “Yo diría que, quiero decir, la propiedad de la cual están hablando fue construida como una sala de pausa y zona de descanso”.
Los Breunigs tenían una vivienda de dos habitaciones para sus trabajadores en otra casa a poca distancia camino abajo, pero no había lugar para todos, así que los supervisores asignaban a algunos obreros los cuartos encima de la sala de ordeño, según dijeron varios trabajadores de la granja. Más de media docena de antiguos obreros y visitantes del rancho confirmaron que Rodríguez, su hijo y otros obreros vivían allí.
En la noche del accidente, Breunig dijo a los agentes que no sabía ni el nombre ni la edad del niño fallecido. Dijo que le había dicho a Rodríguez que su hijo solo podía estar afuera durante el día, bajo supervisión de un adulto.
Jefferson nunca asistió a la escuela en Wisconsin, aunque quedaban como cinco semanas para completar el calendario del distrito escolar local cuando él y su padre llegaron. Rodríguez dijo que no pudo conseguir un día libre o a alguien que hablara inglés para ayudarle a inscribir a su hijo, pero planeaba hacerlo en otoño. Preguntó por guarderías, dijo, pero no podía pagarlas.
Rodríguez sabe que alguna gente piensa que fue un padre negligente. Dijo que tenía dos responsabilidades encontradas: trabajar y cuidar a su hijo. No siempre podía hacer las dos cosas a la vez.
Jefferson pasó mucho tiempo solo en los cuartos encima de la sala. No había televisión, solo unos pocos juguetes: un pequeño autobús, una vaca, una pistola de agua que usaba para disparar a los gatos. Su padre le dio un viejo teléfono celular que no tenía servicio, pero otros trabajadores le compartían conexión desde sus teléfonos. Jefferson lo usaba para llamar a su madre y hermano por WhatsApp, aunque el servicio de telefonía celular en Murra es limitado. Hizo videos de sí mismo en el segundo piso del establo, cantando himnos que había inventado sobre la creación, el pecado y Jesucristo.
Cuando se aburría, Jefferson se ponía unas enormes botas negras de goma y merodeaba por la zona de abajo para jugar con los gatos y hablar con los adultos mientras trabajaban.
Más de 100 niños mueren cada año en todo tipo de granjas, según estimaciones nacionales. Se caen de los tractores que montan con sus padres, son aplastados por las enormes palas de los minicargadores, se sofocan en los silos de granos. Miles más se lesionan.
No existe ningún sistema de seguimiento nacional que monitoree todas esas lesiones y muertes, pero investigadores del Centro Nacional de Niños para Salud y Seguridad Rural y Agrícola, una entidad financiada con fondos federales, mantienen una base de datos de estos incidentes con información principalmente de informes de prensa y obituarios. La semana de la muerte de Jefferson, al menos tres niños más murieron en granjas en los Estados Unidos, incluida una niña de 14 meses que fue atropellada por un carro de caballos a aproximadamente una hora al norte de la granja de los Breunig.
La gente que estudia la seguridad en las granjas desaconseja la palabra “accidente” porque “implica que es un acto de Dios. Que fue una cosa aleatoria y anormal”, dijo Barbara Lee, una investigadora del Centro Nacional de Niños. “Si le preguntas a cualquiera que entienda de esto, tienes a un niño de 8 años en un lugar de trabajo peligroso: es cuestión de tiempo que algo terrible suceda”.
La Administración de Seguridad y Salud Ocupacional (OSHA por sus siglas en inglés) es una agencia federal que investiga la seguridad en el lugar de trabajo. OSHA tiene pocas normas para sitios de trabajo agrícolas y las granjas pequeñas consiguen exenciones importantes. Sin embargo, todos los empleadores están obligados a mantener los lugares de trabajo libres de peligros que puedan causar lesiones o muerte.
La noche que murió Jefferson, una investigadora de la oficina del médico forense llamó a OSHA porque el niño “estaba en el trabajo con su padre cuando el accidente ocurrió”, según su informe. Pero como Jefferson no era un obrero se le dijo a la investigadora que OSHA probablemente no haría nada.
Y no lo hizo. En una declaración preparada, una portavoz de la agencia dijo que la jurisdicción de OSHA se limita a los incidentes que afectan a los trabajadores. “Una fatalidad que involucra a un no-empleado, sea cual sea la edad, generalmente no deriva en una investigación de OSHA, a menos que esos lugares de trabajo también tengan empleados en condiciones peligrosas, como las que pueden haber sido un factor en la muerte del no-empleado”, dijo.
La agencia, escasa de fondos y de personal, intenta inspeccionar menos de una docena de granjas lecheras en Wisconsin cada año. El año que murió Jefferson, seis de las nueve inspecciones que OSHA inició finalmente no se hicieron porque las granjas eran demasiado pequeñas para estar bajo la jurisdicción de la agencia; en tres de los seis casos, alguien había muerto en un incidente.
Como consecuencia, normalmente queda en manos de agencias de policía locales y, a veces, agencias de protección al niño, investigar las muertes y lesiones que sufren niños en las granjas. Los archivos muestran que el servicio de protección infantil del Condado de Dane, que está a cargo de investigar las muertes de niños por posible maltrato, fue notificado la noche de la muerte de Jefferson.
Parece que la agencia no abrió una investigación. La muerte de Jefferson no aparece en el registro estatal de muertes y otros incidentes serios investigados por posible abuso o negligencia. Rodríguez dijo que nadie de la agencia de bienestar infantil del Condado de Dane se comunicó con él. La agencia denegó una solicitud de acceso a archivos relacionados con su respuesta, citando leyes estatales que protegen los archivos juveniles.
Lee, la investigadora, dijo que las agencias policiales y de protección infantil raramente están entrenadas en seguridad en granjas. Esto hace difícil para los investigadores determinar si estas muertes o lesiones podrían haber sido evitadas.
“¿Quién era legalmente responsable del niño a la hora de la lesión o la muerte? En aquel caso, era el padre”, dijo Lee. “¿Pero estaba el empleador haciendo la vista gorda al hecho de que el niño pasaba tiempo por la noche, en la oscuridad, en un ambiente de trabajo?”.
En las horas siguientes a la muerte de Jefferson, la granja se llenó de agentes del sheriff y otros oficiales que usaron linternas para inspeccionar la propiedad. Media docena de los amigos y conocidos de Rodríguez también llegaron.
Los agentes sacaron fotos de Rodríguez de pie, frente a una puerta blanca, su cara hinchada y enrojecida por el llanto, su boca torcida en una mueca. Lo acompañaron a los cuartos encima de la sala de ordeño para que pudiera cambiarse la camisa, botas y pantalones manchados de sangre.
Mientras la noche avanzaba, Rodríguez intentaba entender la investigación que se estaba desarrollando en un idioma que no comprendía. Dijo que no sabía entonces, y no sabría durante varios días, que las autoridades creían que él había matado a su hijo accidentalmente.
Los agentes y otros funcionarios trataron a Rodríguez con amabilidad, según muestran los archivos y las entrevistas. Varios funcionarios dijeron que la muerte de Jefferson fue uno de los incidentes más tristes al que habían respondido jamás.
Rodríguez dijo que recordaba haber hablado brevemente con Ingolia y haberle dicho que él no vio lo que había pasado. Dijo que comprendió lo que ella decía en español, pero no creía que ella hubiera entendido todo lo que dijo él. En algún momento, Ingolia pidió su número de teléfono, pero no pareció captarlo; no fue hasta que uno de sus amigos repitió los números en inglés, dijo Rodríguez, que ella lo apuntó.
En otro momento, Ingolia le preguntó a Rodríguez cuándo habían emigrado él y Jefferson a los Estados Unidos, y por la madre del niño. Ingolia escribió en su informe que la madre había vuelto a Nicaragua tres meses antes. No fue hasta que un hispanohablante nativo habló con Rodríguez la tarde siguiente que las autoridades se enteraron de que la madre de Jefferson nunca había estado en los Estados Unidos.
Rodríguez dijo que no tiene memoria alguna de que Ingolia o cualquier otro le hubiera preguntado si era él quien estaba conduciendo el minicargador. Se pregunta si fue porque estaba tan claramente devastado que no querían causarle más daño.
“Si a mí me hubieran preguntado que cómo lo hice”, dijo Rodríguez, “de una vez yo digo que no había sido”.
Aquella noche pidió a un amigo que hiciera llegar la noticia a su gente en su país. Él mismo quería decirle a Vargas que su hijo estaba muerto, pero sabía que ella no tenía servicio celular donde vivía.
Alrededor de las 5 de la mañana en Murra, a Vargas la despertaron estruendosos golpes en su puerta. Una conocida había ido a darle la noticia: “A su hijo se lo han matado en los Estados Unidos”.
Vargas dijo que se sintió incrédula, convencida de que era una broma cruel. Entonces llegó su hermano menor. Caminó hacia ella y después se quedó allí parado unos momentos, incapaz de hablar. Fue entonces cuando supo.
Gritó y lloró, y después se desmayó.
Ingolia aprendió español en la escuela, tomando clases desde quinto grado en su Louisiana natal, y continuó hasta el final de su primer año en la Universidad de Wisconsin, en Madison. Después de graduarse en 1991 con un diploma en Historia y Educación Secundaria, Ingolia usó su español intermitentemente en el trabajo, primero como funcionaria de prisiones y, después de acceder a la oficina del sheriff en 2003, como agente.
Aunque gran parte de su trabajo consiste en hacer controles de tráfico, Ingolia ha sido intérprete para compañeros y agentes en otras agencias. Fue elogiada en 2014 por ayudar a detectives a investigar un apuñalamiento que involucraba a obreros hispanoparlantes en otro rancho.
Ingolia considera que se defiende en español, aunque admite que lucha con la terminología legal y médica. “Preguntar a alguien que pasó aquí, preguntas de tipo básico, preguntas para recabar información”, dijo en una declaración jurada, “no tengo problema”.
La Oficina del Sheriff del Condado de Dane no hace pruebas para determinar las habilidades lingüísticas de sus empleados; ellos mismos autoevalúan su grado de competencia. La oficina no tiene normas escritas sobre qué tienen que hacer los agentes cuando se encuentran con personas que hablan un idioma que no es el inglés o cuándo llamar a un intérprete, dijo Elise Schaffer, una portavoz del departamento.
Pero en general, dijo Schaffer, se exige a los agentes de patrulla usar la radio para preguntar si alguno de sus compañeros habla el idioma y, si ninguno está disponible, pedir ayuda a otras agencias del condado. Según los archivos de la agencia, en la noche que murió Jefferson, Ingolia era la única agente de la Oficina del Sheriff del Condado de Dane que se identificaba como hispanohablante a cualquier nivel.
Los organismos policiales que reciben fondos federales, como la Oficina del Sheriff de Dane, están obligadas por la Ley de Derechos Civiles a garantizar que sus servicios son accesibles a gente que habla un inglés limitado.
En 2021, la división de derechos civiles del Departamento de Justicia llegó a un acuerdo con un departamento de policía de Pennsylvania por una queja de un residente hispanohablante que tuvo que depender de su hijo pequeño y de un compañero de trabajo para comunicarse con la policía. Según el acuerdo, la policía se comprometió a evaluar las habilidades lingüísticas de sus agentes bilingües y entrenar al personal para saber cuándo usar a intérpretes, entre otras medidas.
En Wisconsin, lo que pasa en la práctica puede variar dramáticamente entre departamento y departamento y de oficial a oficial. ProPublica logró determinar que los oficiales de la ley a menudo reconocen barreras lingüísticas cuando responden a incidentes en granjas lecheras. A veces llaman a intérpretes o buscan la ayuda de colegas bilingües, pero con igual frecuencia, según los archivos, los agentes confían en el traductor de Google, en los supervisores de los obreros, en compañeros de trabajo y hasta en niños para que traduzcan para ellos. A veces ni siquiera hacen esto.
En Madison, sede del Condado de Dane y segunda ciudad más grande del estado, la norma exige que los policías soliciten oficiales bilingües cuando necesitan interpretación o traducción. Si no hay uno disponible, los policías pueden utilizar a un empleado civil bilingüe. Como último recurso, pueden solicitar a un intérprete certificado que trabaje por teléfono.
Zulma Franco, una detective de policía en Madison que emigró de Colombia en su infancia y cuyo primer idioma es el español, dijo que hay una diferencia entre hablar lo suficiente de otro idioma para “improvisar lo que puedas” en un control de tráfico y tener los conocimientos suficientes para responder a una situación compleja, emocionalmente cargada o de alto riesgo.
Incluso en el Departamento de Policía de Madison, que está orgulloso de su grupo de acercamiento a la comunidad latina, Amigos en Azul, no hay forma de medir la capacidad de los oficiales en otro idioma. Como en el Condado de Dane, la ciudad espera que los oficiales autoevalúen su habilidad.
En contraste, el sistema judicial del estado tiene normas para asegurar el acceso y suministra intérpretes calificados para la gente que los necesita. Pero aun para intérpretes experimentados, una serie de factores —incluido el país de origen, dialecto y nivel de educación del que habla— pueden impedir la comprensión, especialmente en una crisis. Los resultados pueden cambiar vidas: la incapacidad de una víctima para dejar claro lo que le ha sucedido, la dificultad de un sospechoso en explicar su versión de los hechos.
Como parte de una investigación más amplia sobre las condiciones de obreros inmigrantes en granjas lecheras a través del medio oeste, ProPublica empezó a indagar sobre la muerte de Jefferson el verano pasado. Escuchamos repetidamente de miembros de la comunidad nicaragüense que las autoridades se habían equivocado. Rodríguez ha dicho consistentemente, en español, a amigos, conocidos y hasta a totales desconocidos, que otro trabajador atropelló accidentalmente a su hijo aquella noche. En los años después de la muerte de Jefferson, ese trabajador también ha hablado abiertamente sobre lo que pasó, aunque la oficina del sheriff nunca lo ha entrevistado.
En enero, encontramos a ese trabajador.
ProPublica le está identificando por su apellido, Blandón, que es bastante común en Nicaragua. Aceptó explicar lo que pasó bajo la condición de que no usáramos su nombre completo, no identificáramos su pueblo natal, ni dijéramos donde se encuentra actualmente. Un hombre de voz suave, dijo que no quiere ser identificado públicamente porque no ha contado a su familia el incidente y teme asustar a sus padres ancianos. Como inmigrante indocumentado, también está consciente de la posibilidad omnipresente de la deportación.
No hay ninguna investigación criminal abierta por la muerte de Jefferson.
Blandón creció en una parte de Nicaragua que, como Murra, ha visto un éxodo de residentes buscando oportunidades en los EEUU. A diferencia de Rodríguez, estudió en una escuela católica y fue a la universidad. Estudió Ingeniería civil y consiguió un empleo en ese gremio después de graduarse. Pero decidió emigrar a los EEUU porque a su familia le costaba salir adelante en Nicaragua y quería dar un mejor apoyo financiero a sus padres.
Blandón tenía 27 años cuando entró en los Estados Unidos al final de la primavera de 2019 y se fue a Wisconsin, donde tenía parientes que trabajaban en granjas lecheras. Consiguió un empleo en otro rancho donde le pagaban $8.50 la hora por ordeñar y acorralar aproximadamente 500 vacas, tareas que compartía con tan solo otro obrero en cada turno. Dijo que le habían mostrado cómo operar un minicargador en aquella granja, pero todavía estaba aprendiendo a usarlo cuando dejó el puesto después de cerca de un mes, por las condiciones agotadoras del trabajo.
Entonces consiguió un trabajo en D&K Dairy. Dijo que fue contratado como “corralero”, encargado de meter y sacar a las vacas de la sala de ordeño, darles de comer, y usar un minicargador para limpiar el estiércol del suelo. Dijo que era un tipo de máquina distinta a la que había estado aprendiendo a usar en la otra granja.
Blandón dijo que conoció a Rodríguez y a su hijo el día del accidente, durante el turno de doce a seis de la tarde, en los cuartos encima de la sala de ordeño. Recordó haberse fijado en que Jefferson era un niño hablador y activo, pero dijo que su interacción fue breve.
Dijo que empatizaba con Rodríguez por el hecho de tener a su hijo en el rancho. Sabe que muchos padres inmigrantes no tienen otra opción que tener a sus hijos con ellos en el trabajo.
Durante aquel primer turno, otro obrero le enseñó cómo manejar el minicargador y realizar sus otras tareas de corralero. Antes de que pudiera darse cuenta, dijo Blandón, lo pusieron en la situación de tener que volver dos horas más tarde para hacer el trabajo él solo. Todo parecía apresurado, dijo.
Las granjas “necesitan a los trabajadores, pero igual no les dan la práctica debida antes de ir a trabajar”, dijo. “Todo corre un riesgo”.
A las ocho de la noche, Blandón —a quien habían asignado vivir en la casa cercana al lado del camino— volvió a la granja para el turno de medianoche.
Rodríguez estaba en la sala de ordeño con otra empleada, Sandra Rosales Torres, según confirmaron Rodríguez y Blandón. Rosales se negó a dar una entrevista a ProPublica, pero hablando a través de un intérprete en una declaración judicial también dijo que Rodríguez estaba en la sala de ordeño.
Blandón dijo que estaba muy oscuro en algunas partes de los corrales. En su declaración, Rosales dijo que Blandón no tenía teléfono celular y pidió prestado el suyo para usarlo como linterna. Dijo que él le había dicho que las luces del minicargador no funcionaban.
En algún momento, Jefferson bajó del segundo piso hasta la sala de ordeño. Vestía una camiseta azul, un bañador estampado con la bandera estadounidense y un collar hecho con un cordón rojo atado a una piedra que había encontrado en el rancho. Jefferson habló brevemente con su padre y pidió una toalla para secar sus manos, dijo Rodríguez. Después el niño se fue a merodear afuera.
Blandón dijo que no sabe exactamente cuándo apareció Jefferson, pero recuerda haberse fijado en el niño mientras limpiaba los corrales. “Yo no imaginaba que el niño iba a andar ahí en áreas de trabajo”, dijo.
Era difícil para Blandón escuchar lo que sucedía alrededor de él; el minicargador era ruidoso y él estaba encerrado dentro de la cabina. Estaba enfocado en pasar al siguiente corral para limpiarlo rápido y así poder mover las vacas a tiempo. Empezó a mover el minicargador marcha atrás para girarlo hacia el corral.
Todo pasó en segundos. El movimiento del minicargador se sintió raro, como si el suelo se volviera desigual debajo de él, dijo. De repente, vio el cuerpo del niño en frente de la máquina.
Horrorizado, Blandón corrió a la sala donde Rodríguez y Rosales estaban ordeñando las vacas. “Accidenté a su niño”, recuerda haberle gritado a Rodríguez.
Rodríguez siguió a Blandón afuera y vio a Jefferson en el suelo cerca del minicargador. Rodriguez dijo que intentó reanimarlo y su boca se llenó de sangre y lo que parecía un trozo de un diente. Sintió a su hijo inhalar una vez antes de que su cuerpecito quedara inerte. Rodríguez lo cargó hacia la sala de ordeño.
Mientras tanto, Rosales fue rápidamente a la casa de los Breunig. Soltó un “grito aterrador”, diría Breunig más tarde. Rosales dijo que usó algunas de las pocas palabras que sabía en inglés: “José’s baby”. “El bebé de José”.
Breunig dijo que miró hacia afuera y vio a Rodríguez cerca de la sala de ordeño con Jefferson en brazos. Corrió hasta allí y llamó al 911. Un agente del condado vecino de Columbia llegó menos de diez minutos más tarde. Sus faros iluminaron a Breunig, que estaba arrodillado en la tierra mientras bombeaba el pecho de Jefferson con sus manos.
El cuero cabelludo había sido arrancado de la cabeza del niño y un trozo del cráneo se había desprendido. Sus ojos y labios estaban hinchados. Las botas y la gorra de béisbol de Jefferson se habían quedado atrás, cerca de los corrales.
Mientras llegaban los paramédicos y los agentes del Sheriff del Condado de Dane, Blandón permaneció cerca. “Me decía cosas como, ‘Sandra, Sandy, voy a terminar en la cárcel, voy a morir en la cárcel, nunca volveré a Nicaragua’”, dijo Rosales en la declaración. “Estaba muy asustado… Solo estaba esperando que un policía lo llamara, pero nunca le hablaron”.
Otro agente identificó a Blandón y a Rosales pidiéndoles que escribieran sus nombres en su cuaderno de notas. En su informe, apuntó: “No pude comunicarme con ellos, porque no hablo español”.
Nerviosamente, Blandón escribió su nombre, la inicial de su segundo nombre y su apellido en el cuaderno. Después esperó a ser interrogado.
Como una hora más tarde, dijo, Breunig le pidió que volviera a trabajar. Las vacas necesitaban ser ordeñadas.
Más de tres años después de la muerte de Jefferson, Ingolia dijo que su memoria de lo que pasó es clara. “Nunca puedes dejar de ver lo que viste”, nos explicó en una entrevista. “Nunca puedes dejar de oler lo que oliste. Y nunca podré dejar de oír a José gritando e intentando cavar un hoyo en la tierra”.
Dijo que tardó media hora en conseguir que Rodríguez dejara de gritar. Finalmente, dijo, le pidió que le mostrara donde habían pasado los hechos. Él la llevó a un corral en una zona empinada de la propiedad y le indicó un minicargador Bobcat naranja y blanco.
Ingolia dijo que no sabía en español el nombre para el minicargador, así que intentó preguntarle si había atropellado a su hijo con la máquina. Estas son las palabras que dice que usó: “¿Golpe su hijo con la máquina?”.
Una reportera le dijo lo que esas palabras realmente quieren decir. La frase no tiene ni verbo ni sujeto, así que no queda claro si estaba preguntando si Rodríguez había golpeado a su hijo, o si había sido otra persona, o si era la máquina misma la que había golpeado a su hijo.
“Hice lo mejor que pude por José y Jefferson la noche del incidente”, dijo Ingolia, “y no puedo realmente responder por lo que ninguna otra persona hizo o no hizo”.
¿Cree Ingolia que es posible que se haya equivocado?
“Es posible que no haya formulado la pregunta de una forma que José pudiera entender exactamente lo que estaba preguntando”, dijo. “Cuando pregunté: ‘¿Golpeaste al niño con la máquina?’, lo apunté a él y a la máquina. Creí que dejé claro que estaba preguntando: ‘¿Tú hiciste esto?’”.
La noticia de la muerte de Jefferson se difundió en español en Facebook y WhatsApp. Tiendas, panaderías y restaurantes latinos en la zona pusieron cajas de donaciones para juntar el dinero para mandar su cadáver a casa.
Personas que nunca habían conocido a Jefferson se presentaron en su velorio en una funeraria de Madison. La silenciosa tristeza de Rodríguez les conmovió. “Me dijo que sentía una frustración enorme, que había traído a su hijo aquí solo a morir”, dijo María Teresa Villarreal, quien conoció a Rodríguez después de la muerte de Jefferson.
Los Breunig fueron al velorio, y también Timothy Blanke, el detective del caso. Él le dio a Rodríguez el collar de cordón rojo que su hijo tenía puesto cuando murió.
Días después, Villarreal vio un reportaje en inglés basado en la versión dada por la oficina del sheriff de lo acontecido. A esas alturas, una autopsia había dictaminado que la muerte de Jefferson había sido un accidente. Nadie iba a enfrentar cargos criminales. Pero se culpaba a Rodríguez.
Villarreal dijo que llamó a Rodríguez y se lo dijo, pero él ya lo había visto. Dijo que lo hacía sentirse aún peor.
Rodríguez encontró la tarjeta de Blanke y le dio su número telefónico a Villarreal para intentar aclarar la versión oficial. A diferencia de Rodríguez, Villarreal habla inglés. Ella dijo que llamó a Blanke. “Le dije: ‘Su reporte dice que José provocó el accidente, y no fue José’. Él preguntó quién fue entonces. Le dije que fue la otra persona que estaba allí”, dijo.
En un correo electrónico, Blanke calificó la muerte de Jefferson “como una de las investigaciones más emocionalmente difíciles de mi carrera”. También recordó haber recibido una llamada acerca del caso y pasar la información a otra detective. Según un informe de la oficina del sheriff, esa detective intentó comunicarse con la persona que había llamado, pero nunca recibió una respuesta. Villarreal dijo que nunca fue contactada por alguien de la oficina del sheriff.
La detective también habló con una funcionaria bilingüe del condado para intentar reunirse con Rodríguez, pero esa reunión nunca sucedió, según el informe. Parece que nadie se comunicó directamente con Rodríguez.
Un año después de la muerte de su hijo, en agosto del 2020, Rodríguez y Vargas presentaron una demanda civil de muerte por negligencia en el condado de Dane contra D&K Dairy, su aseguradora, y el conductor del minicargador, identificado inicialmente como “John Doe”, un nombre utilizado en inglés para indicar a una persona cuya identidad se desconoce. La oficina del sheriff no es uno de los acusados en la denuncia. El juicio está fijado para junio.
Rodríguez dijo que quiere limpiar su nombre. También quiere que los Breunig acepten la responsabilidad por lo que pasó; no cree que un empleado nuevo debería haber estado manejando un minicargador en la noche, pocas horas después de aprender cómo funcionaba la máquina.
Uno de los hechos clave en disputa es quién manejaba el minicargador. Los abogados de Rodríguez han cuestionado si el nivel de español de Ingolia era suficiente para que ella entendiera lo que él decía. En 2021, Blandón dio una declaración al equipo de abogados de Rodríguez reconociendo que él manejaba el minicargador, pero el documento tenía el nombre equivocado y no fue apropiadamente notariado. El juez no ha permitido que se utilice ese documento en la demanda. Desde entonces, los abogados de ambos lados dicen que no han podido localizar a Blandón, quien ha sido eliminado del caso como acusado.
Los abogados de Rodríguez se negaron a hacer declaraciones a ProPublica. Los abogados de la granja y la compañía de seguros, Rural Mutual Insurance Company, han referido al informe del departamento del sheriff como prueba de que Rodríguez estaba al volante.
Además, un ingeniero contratado por los abogados de Rodríguez para inspeccionar el minicargador dos meses y medio después de la muerte de Jefferson dijo que la bocina, la alarma de la marcha atrás y las luces traseras no funcionaban. “Cada uno de estos sistemas está diseñado para que el minicargador sea más visible, o para llamar la atención de personas que están cerca de la máquina”, escribió el ingeniero en un reporte de agosto del 2022. “Si estos sistemas hubieran estado funcionando, lo más probable es que este accidente no hubiese ocurrido”.
Los abogados de la granja y la compañía de seguros dijeron que Daniel Breunig inspeccionaba la máquina dos veces a la semana, como promedio. En una declaración jurada, Breuning dijo que, como empleado nuevo, Blandón había sido asignado a la sala de ordeño aquella noche, mientras que a Rodríguez le tocaba acorralar a las vacas.
Breunig dijo que había entrenado a Rodríguez en el minicargador meses antes y que, “en general cada turno que trabajaba, era él quien trasladaba las vacas hacia el sitio de ordeño y limpiaba los establos con el Bobcat”.
Rodríguez y otros tres obreros dijeron a ProPublica que el trabajo de Rodríguez siempre había sido la sala de ordeño.
Los abogados de la compañía de seguros han dicho que Rodríguez tiene una motivación financiera para alegar que otra persona estaba manejando. En documentos judiciales, dijeron que Rodriguez “no recibiría nada por daños y perjuicios por la muerte de Jefferson si José [él mismo] estaba manejando el Bobcat. Si otra persona manejaba el Bobcat, sin embargo, José podría recibir daños y perjuicios”. Un abogado de la aseguradora declinó hacer declaraciones para este reportaje, aduciendo la existencia del pleito civil.
En la corte, el abogado de la granja ha cuestionado repetidamente la credibilidad de Rodríguez, en parte porque usó un alias para conseguir el trabajo, aunque el negocio de los Breunig dependía de obreros indocumentados que usaban nombres falsos para ser contratados. En su declaración, Daniel Breunig dijo que no conocía el estatus de ciudadanía de Rodríguez y su hijo. A través de un abogado, los Breunig se negaron a hacer declaraciones sobre el accidente y el manejo de la granja.
En su declaración, Daniel Breunig describió la muerte de Jefferson como “una tragedia terrible”. Dijo que, como padre, él también sentía el dolor de Rodríguez y que no era consciente de que había otra versión de lo sucedido hasta que tuvo contacto con los abogados de su antiguo empleado.
La granja dejó de funcionar en abril del 2022. No está claro qué provocó el cierre, aunque hay archivos que muestran que había tenido problemas para cumplir con las normas sanitarias del estado durante años.
La muerte de Jefferson no atrajo ninguna atención adicional de las autoridades.
En respuesta a los hallazgos de ProPublica, la oficina del sheriff emitió una breve declaración. “Nuestros corazones están con la familia Rodríguez por la pérdida de su joven hijo”, escribió Schaffer, la portavoz del sheriff. Dijo que los investigadores darían la bienvenida a cualquier información de cualquier testigo o persona que quiera presentarse. “Nuestra meta siempre es hacer una investigación completa y objetiva”.
En una entrevista, Ingolia dijo que no estaba al tanto de que aquella noche hubiera ninguna otra persona en la granja con quien tendría que haber hablado. “José nunca dijo: ‘Habló con [Blandón]?’”, dijo Ingolia. “Nunca mencionó el nombre de alguien más”.
En algún momento de aquella noche, Ingolia pidió permiso a Rodríguez para sacar una muestra de sangre para detectar si había drogas o alcohol en su sistema. Dijo que empezó la pregunta estableciendo que él había sido “el chofer de la máquina que mata a Jefferson”. Rodríguez dio su permiso, aunque después dijo que creía que el propósito de la muestra de sangre era probar su paternidad. “Sospecho que en el momento en que le pregunté a José por la prueba de sangre, estaba tan encerrado en su propia cabeza”, dijo ella. “No sé si no estaba escuchando o no estaba entendiendo”.
En una escena de un accidente de aquel tamaño, dijo, le tocaría a un supervisor o a un detective decidir a quién habría que entrevistar o volver a entrevistar. No a ella.
Ingolia dijo que ninguno de sus colegas que son hispanohablantes nativos estaban trabajando la noche en que Jefferson murió. Mencionó un servicio telefónico de intérpretes disponible para los agentes, pero dijo que no siempre es fiable en zonas rurales con pocas torres de telefonía celular.
Ella sabe que algunas agencias evalúan las habilidades lingüísticas de sus empleados y pagan incentivos a aquellos que dominan, o llegan a dominar, un idioma. La oficina del sheriff no hace eso, dijo. No está segura de cuánto habría ayudado si hubiera habido evaluaciones.
Ingolia dijo que el caso es “uno de esos que se queda en ti. A final de cuentas, hay un niño pequeño muerto por ninguna razón aparente. Es una situación muy compleja y, ¿sabes?, estoy segura de que José estaba intentando hacer lo mejor que podía por su familia”.
Aunque las autoridades hubieran acertado y hubieran hablado con Blandón aquella noche, no está claro si algo hubiera cambiado. Probablemente, la muerte de Jefferson habría sido declarada como un accidente. OSHA no habría examinado las condiciones en la granja. Los padres inmigrantes continuarían trabajando y viviendo en las granjas lecheras con sus hijos.
Pocos días después de la muerte de Jefferson, dijo Blandón, se encontró con Rodríguez en el rancho y le pidió perdón. Le dijo que lo sentía mucho. “Que nunca, pues, fue algo así intencional. Fue un accidente imprevisto. No fue algo que yo quise hacer, sino fue algo que me pasó”.
Rodríguez dijo que sabe que lo que pasó no fue intencional. No quiere ver a Blandón, un inmigrante como él, castigado. Sin embargo, dijo: “Es algo que, pues, a uno no se le pasa. No con rencor lo hizo, no porque quiso, pero… es difícil”.
Blandón continuó trabajando en D&K Dairy durante aproximadamente dos semanas después de la muerte de Jefferson, hasta que encontró trabajo en otro rancho. Quería alejarse de los horrores de aquella noche.
Por un tiempo después, dijo, cualquier ruido fuerte o movimiento repentino le asustaba y le hacía querer llorar. Dijo que habló con un psicólogo, un pastor y un sacerdote para intentar procesar lo que había pasado.
Hace más de un año, Blandón se fue de Wisconsin. Ahora vive en una ciudad pequeña en otro estado y trabaja en otra industria. Dijo que no quiere volver a trabajar en un rancho, pero sabe que tendrá que hacerlo si no tiene otra opción.
Rodríguez nunca volvió a trabajar en D&K Dairy. Trabaja en otra granja lechera cercana. Cuando mira hacia atrás, dijo, todavía le desconcierta la investigación. No es solo que las investigaciones policiales concluyeron erróneamente que él conducía el minicargador, dijo, sino que pasaron por alto las otras condiciones en la granja.
“¿La policía no tendría que informarse un poquito al ver el desastre que había allí, como, ponerle un poco más de atención?”, preguntó. “¿No tendría la policía que hacer eso?”.
Si aún estuviera vivo, ahora Jefferson tendría 12 años. Rodríguez dijo que piensa en él cada día y se pregunta cómo sería hoy. Imagina que su hijo ya habría conseguido su meta de aprender inglés en la escuela.
Recuerda cómo Jefferson le decía que trabajara duro para ahorrar suficiente dinero para que pudieran volver pronto a casa. Hablaba de abrazar a su hermanito otra vez.
Últimamente, Rodríguez ha estado pensando en volver a Nicaragua. Quiere estar con el único hijo que le queda.